martes, 2 de febrero de 2016

Érase un arte olvidado al que llamaban "vender"


La lucha libre es diferente a los otros deportes de contacto en muchos sentidos. En el boxeo, el Karate, el Taekwondo o el Judo, el mejor peleador es aquel que consigue evitar la mayor cantidad ataques del oponente y a su vez consigue inflingir la mayor cantidad de ofensiva sobre el contrincante. Para los peleadores de estos deportes, ser atrapado con la guardia baja o sorprendido con algún golpe o derribada inesperada suele ser motivo de cierta humillación y generalmente los lleva a reevaluar su estilo de combate. En la lucha libre, en cambio, la realidad es otra: el buen luchador es aquel que no solo está dispuesto a golpear, sino a recibir voluntariamente una buena lluvia de azotes y patadas de parte del rival. ¿Cómo es posible concebir esta realidad, absurda a primera vista?

Mucho antes que golpear indiscriminadamente, arrojar a personas por los aires y ejecutar saltos por sobre las cuerdas, la lucha libre es una disciplina con un componente teatral. Lo que se ve en el ring no es estrictamente un combate, sino una representación del choque entre dos fuerzas antagónicas. Por regla general, hay un héroe (llamado técnico o face), hay un villano (llamado rudo o heel), y ambos deben luchar para obtener la victoria. Si bien esta estructura básica presenta variaciones, estipulaciones diversas y mayor complejidad en los protagonistas, la idea del enfrentamiento entre el bien y el mal siempre está presente, aún de manera implícita; siempre hay una historia que se cuenta. El público no va a ver tortazos sin sentido: quiere identificarse con alguno de los involucrados en el ring. En este sentido, la lucha libre se parece bastante más al duelo entre Macbeth y Macduff o a un enfrentamiento entre Green Arrow y Merlyn que a una pelea entre Fedor Emelianenko y Antonio Silva o Muhammad Ali y George Foreman.

Cuando se ejecuta una lucha, tanto el héroe como el villano deben tener algún grado de ofensiva; incluso cuando se trata de algún villano demasiado "poderoso", este debe tener algún punto débil, alguna esperanza para el héroe de lograr su cometido. Pero no basta con solamente recibir golpes: se debe conseguir que la ofensiva del contrario se vea verosímil: es lo que se llama vender (sell). El luchador debe mostrar como efectivos los efectos del ataque enemigo; aun cuando el luchador pueda aguantar los golpes y derribadas contrarias sin problemas, es su deber hacer que el oponente se vea bien frente a la audiencia. Si una de las partes se rehúsa a vender, el público no se involucra en la historia: el resultado es demasiado predecible o poco creíble. Los personajes absolutamente invencibles suelen tener poca cabida con el público; cuesta identificarse con ellos. Incluso luchadores con personajes sobrenaturales como Undertaker o Kane han demostrado tener puntos débiles; si siempre ganaran o nunca vendieran, la gente perdería interés en ellos.

Antiguamente, el no vender la ofensiva del oponente generalmente era una actitud tomada por ciertos luchadores, quienes desean castigar a su oponente por rencillas tras bastidores o tienen alguna discrepancia con el promotor, el libretista o las políticas de la empresa en la cual trabajan. En los años '80, uno de los casos más emblemáticos era el legendario Bruiser Brody: cuando se enojaba con alguno de sus colegas o con los dirigentes, simplemente dejaba de vender en mitad del combate y se quedaba de pie en el centro del ring sin hacer nada; en una ocasión humilló a Lex Luger en un combate en jaula durante un evento de la NWA en Florida cuando Luger lo golpeaba incesantemente y Brody no mostraba reacción alguna. También era una práctica adoptada por luchadores que se creen demasiado su papel de tipos rudos en el ring. También en los '80, los Road Warriors se volvieron bastante famosos por no vender jamás la ofensiva de sus oponentes, actitud que les acarreó muchos problemas con los promotores; en una ocasión, dado que Hawk y Animal persistían en su alarde de luchadores invencibles, el dirigente de la AWA envió a Stan Hansen y Harley Race, dos de los peleadores más duros de la época, a darles su merecido durante un combate en parejas. Por otro lado, Mil Máscaras no era un luchador que contaba con la simpatía de muchos de sus colegas, debido a su poca disposición a vender la ofensiva ajena. En resumidas cuentas, antiguamente el negarse a vender era una práctica de connotación negativa, asociada a falta de profesionalismo, disputas o exceso de ego.

¿Qué ha sucedido en los últimos años con el arte de vender? Con el auge del circuito independiente en Estados Unidos han surgido nuevos luchadores con movimientos nunca antes vistos y estructuras inéditas para armar las luchas, lo cual es una excelente innovación para la lucha libre. No obstante, junto con todo este avance surge también un retroceso, y es que el arte de vender se pierde poco a poco. Las luchas, que antes tenían un espacio para que el técnico y el rudo dominaran, ahora parecen encuentros de Ping-Pong; uno da un golpe, el otro responde, pero en ningún momento dejan que el otro luzca sus movimientos. Es bastante propio del circuito independiente ver a luchadores ponerse de pie después de recibir una enorme tanda de patadas, ser arrojados de cabeza o golpeados con objetos excesivamente contundentes. Esto se vuelve un problema por dos motivos: el primero, el que se resta verosímilitud y lógica al espectáculo: la lucha libre se vuelve poco creíble. Y el segundo, en el que la audiencia pierde interés en ver esa pelea: están tan ridículamente equiparados el héroe con el villano, o son tan invencibles ambos luchadores, que el público no tiene forma de identificarse con uno o con el otro; no hay tensión dramática que lo permita.

El afán de no vender se ha convertido en una pandemia de la cual Chile no se salva. Uno de los clichés más comunes en los shows es ver a ciertos luchadores ponerse de pie después del silletazo número treinta, incorporarse tranquilamente tras recibir una caída de cabeza afuera del ring o caminar como Pedro por su casa luego de quebrar con su cuerpo una mesa en llamas. Hay veces en que los shows parecen campeonatos de Ping-Pong por la cantidad de golpes y contragolpes dados sin dar posibilidad al otro de verse bien. Añade una cuota de humor al asunto cuando el luchador que se rehúsa a vender mide menos de 1,60 m y pesa menos de 60 kilos. Esto es síntoma de dos males: el primero, exceso de confianza en las propias capacidades o una propiocepción de "superestrella" por parte de algunos luchadores. El segundo, el que simplemente muchos luchadores chilenos no entienden en qué consiste el espectáculo de la lucha libre: se suben al ring, ejecutan piruetas, saltan, golpean, patean, pero en el fondo no tienen claro qué están haciendo.

Verse bien y hacer ver bien al oponente, dos conceptos que deben ir de la mano para lograr construir una buena lucha. Nuevos movimientos y nuevas formas de hacer los combates son completamente inútiles si no hay disposición para que el colega los pueda mostrar adecuadamente a la audiencia. Los luchadores contemporáneos deben recuperar el arte de vender si quieren mantener el interés el público por el deporte. Detrás de cada nueva estrella consagrada, existe un veterano que estuvo dispuesto a vender la ofensiva del novato para que este llegara al corazón del público. Cuando se entiende este concepto, la lucha libre cobra vida nuevamente e interesa a las nuevas generaciones.

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